
Estaba llena de coraje, de fuerza, de ganas, pero ya no podía más. Seguía atravesado pasillos y estancias en medio del humo, subiendo escaleras huyendo del fuego, sin saber si ya había salido de los niveles subterráneos. Sospechaba que había otro foco de fuego en las plantas superiores, pero ella no pensaba llegar hasta allí, se detendría al llegar al primer piso fuera de aquel infierno bajo tierra y saldría hacia la libertad. El incendio avanzaba a sus espaldas, pero no tenía tiempo de apreciar el prodigio natural de aquel Dios de llamas acabando con todo a su paso, devorando aquel horrible centro de torturas en un desesperado intento de salir también él de allí. Los escalones estaban sueltos, algunos podridos y todos resbaladizos por la mugre y la sangre, que comenzaba a evaporarse con el calor, era una suerte que en aquel infierno la comida fuera un lujo que se permitía a los internos una vez cada tres jornadas. La presión pudo con su determinación y giró el rostro un instante para comprobar con horror que el coloso de llamas avanzaba más rápido que ella, alimentado por los cuerpos de carceleros e internos. Quiso llorar, pero hacía bastantes años que la deshidratación constante le impedía tener lágrimas que utilizar, así que decidió salir del rellano de las escaleras hacia una habitación al azar para rezar antes de morir. Abrió una puerta metálica que le abrasó las manos y, al salir, una dulce oscuridad la envolvió. Nada más sentirla supo que no era la oscuridad de una habitación llena de elementos de tortura, sino la oscuridad de una fría noche de invierno. Corrió lejos del fuego hacia la liberación, hasta que descubrió que el infierno se hallaba en una pequeña isla. Podía tirarse al mar y morir en paz de frío con los pulmones llenos de agua transparente o entrar al infierno de nuevo y morir sufriendo de calor con los pulmones llenos de humo negro. Entró a abrazar al Dios de llamas. Katie siempre fue una chica morbosa.
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